MACABRO

La Iglesia siempre ha tratado con todo respeto los despojos mortales de los hombres, por considerar que durante la vida terrena han sido “templos” del Espíritu Santo. Por eso procura que se mantenga la piadosa costumbre de la inhumación. No obstante, dadas las circunstancias de las sociedades modernas, no prohíbe – como antiguamente – la incineración, tampoco la aconseja, sino que la permite a sus fieles.

Así, ocurre que muchas veces los deudos deciden la cremación. Y ¿qué hacer con las cenizas? Algunos “se las quieren sacar de encima” cuanto antes y entonces suelen arrojarlas (no diremos “tirarlas”!) en algún lugar paisajístico, o en un estadio deportivo si el muerto, o ellos, son “hinchas” del club. Los más tradicionalistas quizá las colocan en el cementerio, junto a los difuntos de la familia, o en la fosa común, o cinerarios, en el caso en que los haya. Hay muchos que sienten aprensión contra las mismas, tienen miedo de la mala suerte que puedan ocasionar, o bien les da asco manipular las cenizas de cadáveres.

Otros, en cambio, se empeñan en “retener” lo que les entregan en el horno crematorio como las cenizas del cadáver y las ponen en una urnita, como si ellas fueran parte de la persona fallecida. Suelen colocarlas en algún lugar significativo. O bien en una maceta; o las espolvorean en su propio jardín.

El cristiano debe saber que las cenizas no son “personas” ni parte de ellas. Son cenizas de los despojos mortales o cadáveres de personas. ¿Por qué se hace todo este macabro ritual? Naturalmente los cuerpos humanos, una vez que quedan sin vida se van desintegrando y “vuelven al polvo”. ¿Qué objeto tiene mantener y andar con las cenizas a cuestas?

Es cierto que también entre los creyentes se dan esas actitudes. Que en la antigüedad los pueblos bárbaros de Europa se robaban mutuamente las “reliquias” de los santos para asegurarse su protección. Que se seccionaban sus cuerpos muertos para repartirlo entre iglesias o personajes importantes etc. ¡Aún hoy alguien guarda una ampolla con la sangre de Juan Pablo II considerándolo un homenaje de amor y reconocimiento! Pero . . . entre el mal gusto y la superstición, el límite suele ser impreciso. ¡Para qué merodear en torno a él!

Los cadáveres humanos merecen el respeto social que todas las culturas, aún las más primitivas les han dado, pero de ahí a “personificarlas” y tenerlas como un sucedáneo de la presencia de los seres vivientes que ya no están entre nosotros es un despropósito, y puede hacer olvidar que los cristianos creemos que aún antes de la resurrección final, el alma de nuestros muertos sigue existiendo “en el seno de Dios” expresión misteriosa, pero mucho más cierta que pretender tenerlos en una urnita.